Llegó sin que me diera cuenta, de puntillas y sin pedir permiso. Después de casi doce años me resulta difícil precisar el momento exacto en el que mi yo virtual entró en mi vida. Corría aún los tiempos de la web 1.0. En un acto de temeridad y valentía, decidí subirme al tren de Internet y abrí mi primera cuenta de correo Hotmail. Todos mis amigos me habían asegurado que aquello era la bomba, la auténtica revolución en la forma de comunicarnos, la casi inmediatez, el desvanecimiento de todas las fronteras.
Dejaba atrás toda una tradición epistolar, aquellas larguísimas misivas manuscritas que en sobres bien nutridos cruzaban el Atlántico para llegar a manos de mis amigos de infancia de Brasil. El tacto del papel, los muchos matices de mi caligrafía, los cuidados dibujos hechos a mano, el olor de la cola de los sellos, la ansiada llegada del cartero, todo aquello había aparentemente pasado de moda y habría que pasar página. Todavía hoy conservo aquellas cartas amarillas (como en la canción de Nino Bravo) que tanto habían significado en mi vida.
Lo cambié todo por los correos electrónicos. De la manuscritura a las fuentes predeterminadas del editor de texto, del papel perfumado al frío texto en pantalla, de la espera del cartero a la ansiedad por saber si “tienes un e-mail”. Con torpeza, curiosidad y espíritu aventurero hice mis primeros pinitos en la mensajería electrónica. Mi primer gran reto: elegir un nombre para mi primera dirección de e-mail. Desconocía entonces la trascendencia y solemnidad de aquel acto: estaba dando a luz a mi identidad digital. Pituchinha, así la bauticé. Un nombre inconfundible, un mote cariñoso de la infancia que decía mucho de mí…
El correo electrónico fue, durante más de un año, mi única incursión en la jungla de la red. A veces me atrevía con el envío de alguna postal electrónica que venía a remplazar las ya entonces demodés postales físicas como forma de felicitar las navidades, el cumpleaños o el santo.
En el año 2003 empecé la universidad y me fui dando cuenta de que sin Internet y sin conocimientos ofimáticos no se podía ir a ninguna parte. Compré mi primer portátil, desterré mis voluminosos diccionarios, mis caducas enciclopedias y me hice Google-dependiente. Si el historial de búsquedas de Google fuese el código genético de mi yo online, mis secuencias de adenina, guanina, timina y citosina no serían otras que traducción, interpretación, didáctica y lenguas extranjeras.
En esa misma época creé mi primer correo institucional para comunicarme con los profesores. La relevancia del acto exigía máxima seriedad. Por primera vez mi yo virtual tenía nombre y apellidos (prestados de los míos propios). Se hacía así más importante, asumiría máximas responsabilidades académicas. Sin embargo, no era consciente aún de su existencia.
Transcurridos los años de formación universitaria y coincidiendo con la alborotosa llegada de la web 2.0, empecé (sin saberlo) a crear contenidos en la red. Wikis, foros, unidades didácticas para las clases de ELE, slideshares, comunicaciones en congresos, artículos científicos publicados en revistas electrónicas han ido constituyendo la musculatura de mi ser en la red. Si uno prueba poner mi nombre completo en el buscador de Google, los primeros resultados coinciden con alguna publicación, con materiales didácticos o con libros de resúmenes de algún congreso. Mi yo digital se está haciendo mayor…
Ese simple y banal gesto de “probar a ver qué sale cuando pongo mi nombre en Google” parece que hace encender una bombilla de alerta en tu cerebro: “oye, que es real: existes en la red”. Si alguien te busca por casualidad y junta las piezas del pequeño puzle, podrá saber a qué te dedicas, dónde estás, qué ha sido de tu vida, qué cosas te gustan.
Hurgo un poco más en el buscador y veo que cosas que he colgado en la red han sido “recolgadas” por otros en otros sitios y han tenido muchas visitas. Me voy dando cuenta de que la cosa va en serio. ¿Apareceré algún día en la Wikipedia? Vale, no dramaticemos, esto no es Sálvame deluxe… Tampoco soy portada de Hola… Pero cada vez me resulta más difícil reconocer a mí misma en la Pre-era digital.
La crisis ha sido como un Cola-Cao para mi yo virtual. Si hay que subirse a la alta velocidad de la búsqueda de empleo, lo haré sin mirar atrás. Resulta que ahora ya no se llevan los CVs aburridos de antes, hay que innovar, arriesgar, reinventarse. Así, en la primavera de 2013 decido hacer mi primer CV en Prezi. Muchos dirán: “¿a eso llamas innovar?”, pero para mí fue como las huellas de Amstrong en la luna. Y encima lo hice en alemán. ¡Mi yo virtual es plurilingüe!
Tengo también mi Facebook, pero de lo más discreto. Lo concibo como una galería de arte fotográfica en la que cuelgo fotos paisajísticas que me han entusiasmado: mares, montañas y valles.
Sumando todos estos perfiles, podríamos inferir que mi identidad digital es mayoritariamente académica, le encanta escribir. Como caso todo el mundo está en la caza y captura de un puesto de trabajo, aunque sea en la Conchinchina (bueno, la Conchinchina de los españoles es, hoy por hoy, Alemania). Tiene también su encanto creador. Y como hobby tiene la fotografía. No está mal, coincidimos bastante, a pesar de su juventud (le llevo unos cuantos años, sería bueno que en mi DNI me dejasen poner su edad en vez de la mía).
Hoy soy más consciente de su presencia y de su coexistencia conmigo misma. Eso me lleva a estar más alerta, a cuidarla más y a intentar sacarle partido. No siempre es fácil, la red es un laberinto de caminos, una jungla quizás. A día de hoy no la considero ni un mundo aparte ni un universo paralelo. La red es nuestro mundo actual, hay que (con)vivir con ella y cada vez más estará presente. La competencia digital es tan necesaria como en su día fue la alfabetización. No saber moverse por su entramado es una forma de analfabetismo. En los últimos años se han multiplicado los trasvases de lo que se solía hacer sin la red a lo que hay que hacer obligatoriamente en la red. Nuestros hábitos han cambiado. Internet está en todo: trámites y gestiones administrativos, educación, información, compras, ocio, cultura, cuidados de la salud,… (y pongo puntos suspensivos porque la enumeración no se terminaría nunca). Ha surgido una terminología propia, un campo de investigación fructífero. Multiplicidad de canales, de aparatos, de formas de conexión… Por esas calles transitan nuestros seres digitales.
Para terminar, querría dejarle un mensaje a mi yo en la red (que no es mi otro yo, ya que yo solo hay uno, a veces camina y a veces navega). “Nunca dejes de ser tú mismo, cultiva tu personalidad, defiende tus valores, ama intensamente las cosas que te hacen feliz. Y, no te olvides de mimar tu alma no virtual, esa que tiene más años, porque sin ella no existirías. Deja siempre un hueco en tu agenda para ese apasionante viaje al pasado, a la forma de comunicación demodé y exótica (me refiero a las cartas manuscritas, a los libros impresos, a los encuentros cara a cara, a las charlas en persona). Si bien esa parte no digital necesita ese toque virtual que le confieres, tú también necesitas la esencia de todo lo que ella te aporta desde el otro lado de Internet. Porque no se puede amar virtualmente sin amar realmente, porque no se puede existir virtualmente sin existir realmente. Mi querido yo virtual, soy afortunada por tenerte y espero que sepas valorar que tú también eres virtual por tenerme. Buenas noches”.