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Writer's pictureM. M. Vila Barbosa

Español versus castellano


Estas personalísimas reflexiones de hoy girarán en torno a cómo denominar el idioma que hablamos y qué implicaciones políticas, sociales e ideológicas puede implicar el uso de una u otra designación. Pisamos un terreno “minado” donde cualquier comentario es susceptible de herir sensibilidades, aun sin pretenderlo. No es de sorprender, pues ya decía Juan Carlos Godenzzi: “las lenguas son campo fértil de ideología […] y cualquier intervención que se pretenda hacer sobre ellas suscita reacciones y se convierte en acto político” (Godenzzi, 1992: 10).

Si buscamos en el DRAE el término “idioma”, vemos que este procede de una palabra griega que originariamente significaba “propiedad privada”. Así siendo, podríamos interpretar que una lengua o idioma es un signo distintivo, un bien cultural que consideramos propio, identitario y diferenciador. La lengua forma parte de nuestra idiosincrasia, nuestra forma de ser y de pensar e incluso llegaría a determinar nuestra visión del mundo (véanse los trabajos de Safir y Whorf, sobre cómo el hablante a través de su lengua recibe una visión del mundo diferente). En estos términos, lengua sería sinónimo de identidad.

Pasemos ahora a otro análisis, al del trinomio “lengua, nación, poder”. Hemos hablado en este foro del hecho de que muchas lenguas han sido (re)bautizadas a partir del gentilicio del país considerado cuna de las mismas: Portugal = portugués, Francia = francés, España = español. Pero, (parafraseando lo del huevo y la gallina) ¿quién ha venido antes, la lengua o el país? ¿Quién le da fuerza, poder y prestigio: la lengua al país (es decir, el hecho de que un país tenga una lengua propia y reconocida internacionalmente) o el país a la lengua (es decir, el hecho de que una nación soberana y poderosa haya oficializado una lengua)?

La lengua se ha utilizado muchas veces como un instrumento unificador ─a veces artificial y artificioso─ o como una herramienta de homogeneización. Fue el caso del franquismo que impuso y reconoció una única lengua en nuestro territorio. Una única lengua, una única fe religiosa, un único partido político: elementos estos de unificación, de unidad y de poder. Nación, lengua nacional, nacionalismo.

Al mismo tiempo, una lengua se beneficia y se fortalece al amparo de una nación. Gozar del estatus y del prestigio de ser la lengua oficial de un país marca diferencias. Os pongo un ejemplo muy cercano: el gallego y el portugués fueron una misma lengua pero con el paso del tiempo cada una corrió una suerte muy diferente. El portugués es hoy lengua oficial de varios países y una de las lenguas más habladas en el mundo, gracias a haberse consolidado como lengua del reino de Portugal, un reino de navegantes. El gallego, mientras tanto, no puede más que conformarse con ser la lengua oficial de una región autónoma, que unos llaman país o nación, pero que oficialmente no ha gozado nunca de tal estatus. Hoy los gallegos miramos con cierta envidia y nostalgia la fuerza del portugués. Son muchos los que luchan por desandar el camino y reintegrarnos a la próspera comunidad lusófona. Acuñamos el término GALEGUÍA para reivindicar nuestro pleno derecho a formar parte de la comunidad de hablantes de lengua portuguesa y para resaltar que el gallego es la cuna primera de esa lengua.

Las lenguas han sido vilipendiadas, manipuladas, sacrificadas, politizadas… Las lenguas han sido causa o instrumento de rebeliones, guerras, odios, escisiones y reclamos nacionalistas e independentistas. Fenómenos que no solo se dieron hace muchos siglos sino que aún hoy siguen latentes o vivos. Por ejemplo, si alguien (por desinformación o confusión) le pregunta a un croata si habla o entiende serbocroata, el ciudadano croata se sentiría profundamente ofendido. Otro ejemplo, en Brasil el lingüista Marcos Bagno está luchando para que se reconozca que lo que se habla en Brasil no es estrictamente portugués sino portugués brasileiro y que en pocas décadas ya se podrá hablar de lengua brasileira sin mencionar en la designación el término portugués. Se cumpliría así la ecuación “nombre de la lengua (brasileiro) = gentilicio del país”. Hace poco se aprobó un acuerdo ortográfico entre los países de la lusofonía y no todos se quedaron satisfechos con ese convenio, considerado por algunos portugueses como “una reforma muy brasileira”. El padre (Portugal) con celos del hijo (Brasil).

Las reformas ortográficas, las cuestiones normativas, los aspectos lexicográficos son, entre otras muchas cosas, tareas de las academias. En la nuestra reza: “limpia, fija y da esplendor”. Sin querer restarles importancia a las academias, abogo por el reconocimiento de los hablantes como los verdaderos motores y “dueños” de su idioma, en nuestras “bocas”, en nuestras “plumas” y, últimamente, en nuestros “dedos” (lo digo por la escritura en teclados y tabletas) se juega su destino. Y lo digo porque somos nosotros, los hablantes, los que le damos VIDA a la lengua, la creamos y recreamos, la moldeamos, la enriquecemos, la personalizamos y la diversificamos, le damos ritmo y movimiento, derrumbamos el falso mito de la armonía y pureza idiomáticas a favor de la riqueza y la diversidad. Volviendo a citar a Godenzzi: “imaginar las lenguas como entidades homogéneas y armoniosas nos es más que una ilusión. La condición real de cualquier lengua es la diversidad, la variación y el cambio”.

Bueno, tras estas reflexiones en torno a fenómenos relacionados con el poder de las lenguas, me centro un poco más en el tema. El debate castellano versus español existe y ha sido protagonista de congresos, tertulias, investigaciones científicas,… Parece ser que fue el Nobel gallego Camilo José Cela el que alzó la voz para reivindicar la denominación español frente al castellano. Cosas del lenguaje, todo aquello que carece de denominación carece de existencia. Si no podemos nombrar, bautizar o designar una realidad, un fenómeno o un ente determinado, esta realidad, fenómeno o ente no existiría. Todo necesita una etiqueta identificativa para gozar de una vida plena. Y existen bautizos lingüísticos condenados a la polémica, como el famoso A Coruña y La Coruña. Y es precisamente cuestión de bautizo de lo que estamos discutiendo ahora.

1. ¿Por qué castellano? Emplear esta denominación significa insistir en el lugar en el que se originó nuestra lengua. Viajamos en el tiempo y recuperamos aquella lengua oficial del reino de Castilla, la lengua de Alfonso X, aquel romance castellano que se fue imponiendo sobre el latín. Me resulta llamativo el hecho de que sean los hablantes de las comunidades bilingües del territorio español quienes prefieran elegir castellano frente a español. Y digo llamativo por cuestiones personales. Os lo explico: en el colegio tuve un profesor de lengua gallega que nos explicaba su particular visión e interpretación (una visión quizás muy encendida y distorsionada) de los poemas de Rosalía de Castro. Recuerdo la fuerza con que declamaba el conocido “Castellanos de Castilla, tendes el corazón de aceiro, alma como as penas dura, e sin entrañas o peito”. Aquel docente nos describía la tristeza e morriña que sentía Rosalía en aquellos parajes extranjeros e inhóspitos de Castilla que nada tenían que ver con Galicia. El castellano era una lengua que no permitía sentimentalismos, una lengua que no nos permitía a los gallegos ser y sentir. Nos hablaba del “castelán” como lengua enemiga culpable de todas las desgracias de nuestra lengua gallega. Castela, castelán, casteláns, castelanismos, castelanistas, castelanización eran términos que se sentían con cierto odio. Así, si el rencor remonta a la primera época de imposición del castellano por parte del reino de Castilla, el término castellano se tiñe de dolor, desprecio y odio. Siglos oscuros de nuestra lengua, cultura y literatura, siglos de silencio que se inician con la expansión e imposición de una lengua que no era la del pueblo de Galicia. Sin embargo, si nos referimos a una imposición más reciente, la de la dictadura (curiosamente impuesta por un ferrolano), es el término español el punto de mira de los que experimentan ese sentimiento de odio y venganza.

Afortunadamente NUNCA he sentido odio, rabia, rencor ni rechazo por Castilla y por la lengua castellana, ni por España y por la lengua española. No es la lengua ni son los pueblos en su conjunto los culpables de los derroteros históricos. Fueron determinados sujetos armados de poder quienes tomaron las decisiones en su tiempo, quienes trataron de imponer su voluntad y expandir sus ideologías. Sembraron odio, contagiaron sed de poder y de sobrevaloración de razas, lenguas y culturas como se hubiera razas, lenguas y culturas superiores a otras.

2. ¿Por qué español? Curioso saber que español es un neologismo de castellano. Por coherencia con las demás lenguas (Francia = francés, por ejemplo), se ha adoptado el término español. Fijaros en nuestra profesión (somos profesores de español lengua extranjera), de nuestra formación (Máster en enseñanza del español lengua extranjera), en los certificados DELE del Cervantes,… Vemos cómo en nuestra área del conocimiento la adopción del español es mayoría absoluta. ¿Con esta terminología se identifican los hablantes de Hispanoamérica? ¿Hablarles de España les recuerda episodios teñidos de sangre en su Historia? ¿Acaso siente como si de cierto modo solo se le reconoce la patria potestad de esa lengua a España? ¿Resuelve la polémica el hecho de adjuntarle adjetivos o sintagmas preposicionales: español de América, español de Argentina, español mexicano,…? ¿Acaso no sienten suyo el día de la Hispanidad? ¿Hispanidad implica necesariamente español frente a castellano? Creo (o al menos espero que así sea) que la lengua ya ha superado las fronteras y los nacionalismos.

3. Mi opinión y experiencia personal. No sé si os llamará la atención o si os pareceré demasiado distraída y ajena a ciertas luchas, pero NUNCA antes había sentido la necesidad de reflexionar sobre el nombre de una de las lenguas que hablo. Cómo denominarla nunca ha ocupado mis pensamientos. En la vida profesional utilizo español, no de forma abanderada y reivindicativa, sino por inercia (mi querido ELE). Los estudiantes extranjeros están acostumbrados a decir “aprendo español”, “estudio español”. No soy más española por decir que hablo español. No defiendo más los signos patrios por decir español. No soy anti-Cataluña por decir español. No soy menos gallega por decir que hablo español. FELIZMENTE, me siento mestiza en el sentido de que mi identidad es plural, integradora y conciliadora. En mí conviven armoniosamente el gallego y el español (o castellano), no hay luchas, no hay rencores históricos, no hay sentimientos de exclusión ni de superioridad.

LENGUA = AMOR. Soy una enamorada de la lengua española/castellana, de la lengua de Cervantes, de Cela, de Quevedo, de Valle-Inclán, de García Márquez, de Isabel Allende, de Vargas Llosa, de Juan Ramón Jiménez y de millones de hablantes anónimos que hacen posible su existencia, riqueza y vitalidad. Amo esa lengua con todas sus melodías, con todos sus acentos (ya sean nativos o no), con todas sus variantes, con todas sus contaminaciones y mestizajes. Amo esa lengua hablada más allá de mis fronteras y me gusta compartirla con los millones de hispanoamericanos. Les debo mucho las gracias por hacer crecer nuestra lengua. Y ese amor enorme no me impide amar con la misma fuerza la lengua gallega. Y no me impide querer con el corazón absolutamente apasionado todas las lenguas que he aprendido y que con el aprendizaje mismo les rindo mi homenaje. Y no me impide amar y respetar aquellas lenguas que desconozco, y sentirme atraída por su misterio. Podéis tacharme de excesivo romanticismo, pero no sé sentirlo de otro modo. Quizás muchos sin expresarlo en palabras sientan lo mismo, quizás el amor sea ese denominador común a todos, quizás sea la clave que nos permitiría luchar contra el odio y el rechazo, contra los nacionalismos exacerbados y los extremismos. En nuestro caso, como docentes de ELE o de CLE (castellano lengua extranjera, si los derroteros de la Historia y los académicos hubiesen así optado), ¿no es el AMOR por nuestra lengua la primera y más importante razón que nos ha llevado a ser docentes? ¿Acaso existe otra forma de enseñar o de transmitir sino con amor?

Cada vez que escribo, siento que me he dejado seducir, una vez más, por el embrujo de las palabras de este nuestro patrimonio compartido y querido que es nuestra lengua.

Fuente citada:

Godenzzi, J. C. (ed.) (1992): El quechua en debate. Ideología, normalización y enseñanza. Cusco: C.E.R.A. Bartolomé de las Casas


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